jueves, 17 de octubre de 2013

Carrie

Carrie, la chica de los volcanes de granos. Carrie, la del vello púbico a montones y la atrasada regla. La tonta, la fanática religiosa, la idiota. Carrie, Carrie, Carrie. Torpe, callada, loca. Carrie, Carrie, Carrie. La que sólo tiene a la madre pero a la vez está sola, que reza y sufre y necesita ser. Necesita desesperadamente una aprobación, un solemne momento de silencio para que las risas callen, se ahoguen, se apaguen, mas no consigue otra que una hostigación que la persigue, la acecha, que al llegar a la casa se transforma en veneración y disciplina, en miedo y aceptación a la fuerza, en lágrimas reprimidas que la encierran en un mundo concentrado en un rectángulo de tierra del que no puede salir. Al que no puede cuestionar. Macbeth que asesina al sueño. Carrie que asesina su mundo.
 Carrie, cuyas cualidades nacen y mueren en su madre. En el armario, hogar de su eterno forcejeo, eterno tormento, cuna de su paciencia e inestabilidad.
 Su madre, su guía, cadena que se alimenta de aquel pavor, aquella que concibe al crecimiento como un pecado y la vida como un largo camino para servir al supremo Señor.
 Carrie es todo eso, así como también no es nada más que una mancha de sangre de cerdo en el piso, un cuerpo desangrado en la ducha, una sonrisa enferma, o una simple adolescente que se contempla a sí misma en una pared sin espejo, esperando entre suspiros a alguien que la lleve a vivir.

1 comentario:

Exprimí aquel putrido cerebro tuyo para que revolotee hasta acá tu vasta opinión